jueves, 4 de octubre de 2012

Historia de Salem Capítulo 8




Capítulo 8

Melquisedec después de mucha aflicción encuentra el preciado cetro que era destruido por Samael. La digna postura del príncipe ante las amenazas del traidor. Su firme disposición de redimir el cetro a cualquier precio. Dolor y sangre como precio del rescate del cetro. La expiación de Melquisedec para redimir al cetro, una semejanza de la Expiación de Cristo para redimir a la humanidad.

1 El hijo de Adonías recorrió todas las calles y callejones en  la búsqueda del precioso cetro, mas fue en vano. Al ver declinar en el horizonte el sol, anunciando la llegada de una oscura y fría noche más, su corazón fue presa de una gran agonía. Allí, en aquel último callejón, casi vencido por el agotamiento y por la desesperanza, inclinó la frente, desfalleciéndose en llanto. Sus labios, pronunciaron en medio de sollozos las siguientes palabras:
2 — ¡Salem, Salem, tú no puedes perecer! ¡Tu cetro necesita ser redimido de las garras de la rebeldía! ¡¿Mas cuándo y dónde voy a encontrarlo?! ¡Ya no quedan fuerzas en mí, y la esperanza de redimirlo antes de la noche me abandona!—
3 El príncipe, en su suprema angustia, no percibía que otro gemido de dolor, procedente de cuerdas reventadas de un laúd humillado, se hacía oír en aquel atardecer.
4 Súbitamente, el débil gemido penetró sus oídos, reanimándolo con la certeza de que el gran momento de la redención había llegado. Secándose las lágrimas, reunió las últimas fuerzas corriendo en dirección de una pequeña casa situada sobre un monte, de donde parecía venir  el sonido.
5 Al dirigirse a la puerta entre abierta, se detuvo al contemplar una escena contrastante, de humillante esclavitud: Samael, envuelto por un manto sucio, castigaba el cetro de Salem. Tanto el joven como el cetro se hallaban tan desfigurados, que no quedaba en ellos casi ningún rasgo de la gloria perdida. Aquel cetro, sin embargo, ciertamente arrasado como estaba, era muy valioso, pues en él yacía el sello del dominio de Salem.
6 La contemplación de aquél que había sido su mejor amigo  y de áquel cetro idealizado como símbolo de toda la armonía, en tan trágica condición, conmovió profundamente al príncipe, haciéndolo llorar en alta voz. Solamente hasta entonces el súbdito rebelde percibió su presencia indeseada. Estremecido, se levantó, y, lleno de ira le preguntó:
7 — ¿Qué es lo que te trajo a Sodoma?—
8 Indicando hacia el cetro dañado, Melquisedec exclamó:
9 — ¡¡¡La gloria de Salem está destruida!!!—
10 Con una carcajada, Samael  se burló de su tristeza, diciendo:
11 —Ahora yo soy el rey de Salem. Vosotros que sois fieles al pergamino, os convertiréis en mis esclavos. —
12 Sin darle importancia a las palabras de afrenta de Samael,  el príncipe, movido por una angustia infinita, le dijo:
13 —Samael, Salem está herida por tu traición. ¡¿Por qué cambiasteis tu hogar de justicia y amor por este valle de injusticia, odio y muerte?! Ahora, si  no deseáis volver arrepentido a Salem, devuélvele el cetro. Fue para redimirlo que, menospreciando todos los peligros, descendí a este valle hostil. —
14 Conociendo el propósito del príncipe, el rebelde se llenó de rabia y cerrando los puños le dijo:
15 — ¡Yo te odio Melquisedec!—
16 Habiendo dicho esto, lanzó  el cetro al suelo, y pisoteándolo agregó:
17 —Tengo deseos de hacer lo mismo contigo. —
18 Delante de esa afrenta, el príncipe no sentía ningún temor, sino compasión. Trasportándose al feliz pasado, se acordaba de los momentos felices en que tenía siempre a su lado a Samael; Él era un joven puro y humilde de corazón; ¡¿Por qué había permitido ser esclavizado por la ilusión del orgullo y del egoísmo?! ¡Cuán doloroso era ver aquél joven que, por su belleza y simpatía, había sido honrado por encima de todos los súbditos, ahora arruinado por la codicia! ¡¿No había sido acaso el sueño del príncipe tener junto a su trono glorificado, a aquél a quien él consideraba el más preciado amigo?! Esta tragedia le hería el alma. No obstante, la triste condición del cetro lo afligía aún más, pues este había sido hecho como el símbolo de toda la armonía, y estaba siendo destruido bajo los pies de la ingratitud.
19 Sorprendido de no ver en los ojos de Melquisedec ninguna expresión de temor, sino de piedad, Samael se sintió frustrado en sus afrentas que tenían como objetivo amedrentarlo, llevándolo a desistir de su misión.
20 Ante la digna postura del príncipe, que en silente dolor lo contemplaba, se sintió avergonzado. Esa debilidad, sin embargo, fue desterrada por el orgullo que dominaba su corazón. Comenzó entonces a planear algo terrible, para humillar y herir al príncipe, haciéndolo sufrir todavía más. Con escarnio le dijo:
21 —El cetro de Salem podrá ser tuyo, si consigues pagarme el precio de su rescate. —
22 Con un brillo en los ojos, el príncipe le preguntó:
23 — ¿Cuál es el precio?—
24 Samael, con una sonrisa maliciosa, pausadamente le contestó:
25 —El precio no es oro ni plata, sino dolor y sangre. Tú deberás desnudarte completamente de vuestras vestiduras, acostándote en el suelo. Deberás soportar en esa condición, golpes, hasta que el sol se ponga. Si tú estuviereis dispuesto a someterte a mí, sin reaccionar, el cetro será enteramente tuyo. —
26 Estremecido ante tan cruel propuesta, el hijo de Adonías miró hacia el sol que reposaba distante sobre una nube. Comenzó entonces a trabar una intensa lucha en su corazón. Al principio, el horror del sacrificio casi lo dominó, animándolo a retirarse, pero el pensamiento de ver a Salem esclavizada por la rebeldía, lo condujo finalmente a la decisión de pagar el precio del rescate, entregándose al humillante sufrimiento.
27 Habiendo tomado la firme decisión de rescatar el cetro, el príncipe, tiró las vestiduras, colocándolas sobre una piedra. Se acostó en seguida en aquel suelo frío, con la frente vuelta hacia el poniente.
28 Sin piedad, Samael comenzó a azotarlo, haciendo uso del propio cetro como instrumento de tortura. Gimiendo por el dolor de los golpes que lo hacían sangrar, el príncipe mantenía la mirada fija en el sol que parecía detenerse sobre la nube. Aturdido por el dolor, contempló finalmente el sol pronto a ponerse. Alentado por la victoria que se aproximaba, murmuró en voz baja:
29 —Salem, Salem, de aquí a poco tendré en mis brazos tú preciado cetro que, en mis manos, se convertirá en un instru-mento de justicia y paz. —
30 Oyendo la promesa que el príncipe hizo entre gemidos, Samael le vociferó con furia:
31 —Tú sufrimiento no traerá ningún amanecer para Salem, pues tus manos jamás serán capaces de tocar en el cetro. —
32 Después de hacer esa afrenta, Samael se posesionó de una piedra puntiaguda, preparándose para asestar los últimos golpes.
33 Mientras pensaba en la feliz victoria de Salem, Melquisedec sintió su brazo derecho siendo comprimido por los pies de Samael. Seguido a este rudo gesto un golpe que lo hizo contorsionarse en agonía. Su mano había sido cavada cruelmente, comenzando a brotar abundante sangre de la herida abierta. Esa misma violencia fue descargada después sobre su mano izquierda.
34 No soportando la agonía causada por esos desgarradores golpes, el hijo de Adonías, ensangrentado, se sumergió en las tinieblas de un profundo desmayo.

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